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Septiembre 2011
Edición No. 271
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Mis sexenios (42)

José Guadalupe Robledo Guerrero.

El inicio del sexenio montemayorista
Rogelio Montemayor cogobernó Coahuila desde que el Presidente Salinas lo envió al Estado como Coordinador Estatal del Pronasol. Para los lacayos del poder su voz era autorizada e influyente. Pero una vez que se convirtió en gobernador electo, sus acciones y pronunciamien- tos estaban investidos de autoridad. Por esos días tuve algunos contactos con Montemayor que marcarían nuestra relación a futuro.

Alguna vez solicitó mi presencia en su casa de campaña, en Sierra Mojada y Salvador González Lobo, la que siguió utilizando de oficina como gobernador electo. En esa ocasión conocí a Salomón Abredrop que se estrenaba como su secretario particular, pero también conocí otra faceta de Montemayor.

Al llegar a su oficina se quitó el saco y con la mirada buscó un lugar donde colgarlo, pero no lo encontró, de inmediato salió furioso a reclamarle a Salomón que no había donde colgar el saco, y de una forma altanera que no le conocía, de mal modo, le ordenó: traeme un clavo y un martillo para a ver si yo puedo clavarlo para colgar mi saco. Abedrop le pidió su saco y casi se lo avienta en la cara. En mis adentros pensé: es el virus del poder que ya contaminó a Montemayor, desde que se convierten en gobernador electo los políticos cambian, y abandonan su actitud zalamera, amable y cortés que utilizan para solicitar el voto.

Por esos días se comenzaban a mencionar los nombres de los posibles aspirantes a la Rectoría de la UAC, pues estaba por terminar el segundo periodo rectoral de Remigio Valdés Gamez. La nómina de los aspirantes mencionados era de 10 precandidatos que estaban dispuestos a “sacrificarse” por el bien de la Máxima Casa de Estudios de Coahuila. Esa lista incluía hasta a Atanasio González que no era profesor ni investigador universitario, y cada uno de ellos tenía padrino que lo apoyaba.

Mi amigo y compañero Lorenzo Blanco Sánchez que entonces escribía para El Periódico... así lo percibió:
Son ocho los aspirantes a la Rectoría de la UAC. Sin orden premeditado alguno damos los nombres de los aspirantes junto con sus respectivos padrinos: José María Fraustro Siller lleva por padrino a Luis Horacio Salinas Aguilera; Francisco Javier Duarte Villegas está apadrinado por Remigio Valdés Gamez y Armando Castilla Sánchez; Onésimo Flores Rodríguez es apoyado por Javier López del Bosque; Mario y Alejandro Dávila Flores son apoyados por el ex Rector Melchor de los Santos Ordóñez; Antonio Berchelman Arizpe cuenta con el apoyo de José Fuentes García y su primo “Catón”; y por último, Jesús Santos Méndez es respaldado por el ex gobernador José de las Fuentes Rodríguez...

Lo cierto es que los tres candidatos con mayores posibilidades eran: José María Fraustro Siller, cuyo padrino era su amigo Enrique Martínez y Martínez; Alejandro Dávila Flores a quien apoyaba su compadre Óscar Pimentel González, y Francisco Javier Duarte Villegas que era respaldado por Remigio Valdés.

Por tal razón, Fraustro no tenía posibilidades por la enemistad entre Montemayor y Martínez, pero tampoco Duarte tenía posibilidades, debido a que representaba la continuación del rectorado de Remigio, quien respondía a los intereses de Mendoza Berrueto que también se había revelado como adversario montemayorista.

Eso indicaba que el único con probabilidades de quedarse en la Rectoría era Alejandro Dávila Flores, por la influencia que Pimentel tenía con Montemayor. Pero hasta ese momento no se sabía quién era el elegido por el dedo gubernamental.

La plática con el gobernador electo fue larga, porque una vez iniciada Montemayor manifestó su intención de modificar el Estatuto Universitario, porque al “demócrata” salinista le parecía aberrante que todos los estudiantes votaran para elegir a su Rector.

¿Cómo es posible -dijo- que a ustedes en la Autonomía se les ocurriera establecer el voto universal para profesores y estudiantes, incluso para los preparatorianos de primer ingreso? Seguramente esta idea la había sacado de sus amigos “córporos”, entre ellos: Óscar Pimentel González, Alejandro y José Luis Dávila Flores, Germán Froto Madariaga, Melchor de los Santos y otros semejantes que aun pululan por los pasillos del poder y siguen incrustados en las nóminas gubernamentales.

Aún así, le expliqué las razones de ese voto universal que ahora criticaba, y la manipulación que habían hecho de los sufragios estudiantiles los rectores posteriores a la autonomía, desde Melchor de los Santos hasta Remigio Valdés, y la despolitización de los estudiantes que esto había acarreado. Sin embargo, lo que mayormente influyó a mi favor en aquella charla fue lo que le dije: “Actualmente todo el mundo alienta y aspira a la democracia, el mismo Presidente Salinas ha hecho de la democracia su discurso principal. ¿Por qué pensar en anular del Estatuto Universitario la figura democrática del voto universal de profesores y estudiantes? No fue una ocurrencia -insistí- incluirlo en la legislación universitaria, lo que sucedió es que los universitarios de 1973 nos adelantamos a la democracia y a la concertación que ahora alude el Presidente Salinas”.

Luego de más de dos horas de plática, Montemayor me pidió que le hiciera algunas tarjetas sobre lo que habíamos hablado, y me encomendó que le diera mi opinión sobre cada uno de los precandidatos que se mencionaban para relevar a Remigio Valdés. A la mañana siguiente le entregué lo que me había pedido, y en la tarde de ese mismo día Óscar Olaf Cantú, al que se reconocía como el principal y más cercano asesor de Montemayor, entraba a mi oficina que en ese entonces tenía en la calle de Victoria a un lado del cine Palacio. La presencia de Olaf tenía la intención de “corregir” el documento que le había entregado a Montemayor.

Es verdad que en ese documento a ninguno de los aspirantes le iba bien, pero Óscar Olaf sólo deseaba que modificara lo dicho sobre dos de los precandidatos: Alejandro Dávila Flores y Francisco Javier Duarte Villegas entonces tesorero de la UAC. Del primero quería que matizará mis opiniones adversas y le diera el calificativo de un gran investigador; y del segundo me pedía que profundizara las inconveniencias de su aspiración rectoral, sobre todo lo referente a que Luis Horacio Salinas se opondría a su designación a través de sus medios de comunicación. Allí comprobé quiénes eran los dos finalistas para la UAC, pero también quién era el elegido de Montemayor, pues era obvio que Montemayor se había decido por Alejandro Dávila Flores.

Cuando Óscar Olaf Cantú me hizo saber la razón de su presencia, me senté frente a mi computadora y le pedí que me dictara las modificaciones que Montemayor quería que le hiciera a mi documento. El enviado montema- yorista me dictó los deseos gubernamentales y yo los transcribí. Al terminar imprimí el documento y se lo entregué. “Pero falta que lo firmes”, me sugirió Óscar Olaf. -No tengo porque firmarlo -le contesté- ese no es mi documento. Olaf sonrió como si estuviera pensando en mi pendejez, se despidió cordialmente y abandonó mi oficina.

Allí supe que me había ganado un intrigoso en mi contra, y que había perdido la relación con Óscar Olaf, con quien Montemayor quería que hiciera mancuerna. En variadas ocasiones Montemayor había utilizado su autoridad para que Óscar Olaf y yo fueramos amigos. Muchas veces platiqué con Olaf, era un tipo culto, buen conversador, pero tenía otros intereses, él era tamaulipeco y Coahuila representaba su oportunidad de crecimiento a todos los niveles, incluyendo el económico. Los montemayoristas, al igual que las demás pandillas que han gobernado Coahuila, venían como conquistadores.

En otra ocasión, a invitación de Monte- mayor platicamos, me habló sobre los medios de comunicación. Me compartió su idea de hacerle justicia a la radio y a los locutores que entonces tenía apoyos del gobierno muy raquíticos. Los de la radio eran los patitos feos de los medios de comunicación, a tal grado que Jorge Ruiz Schubert, dueño de una radiodifusora y locutor destacado, en ese entonces recibía mil pesos mensuales de apoyo gubernamental. En ese tiempo, por mi activismo en el periodismo, conocía perfectamente el sector al que pertenezco.

Al final de la charla, Montemayor solicitó que le diera mis opiniones escritas sobre los medios de comunicación de Coahuila y sus propietarios, su línea editorial, sus intereses, su ideología (si la tenían) y su influencia en la sociedad. Me dio una semana para que le entregara el escrito. Y lo hice tratando de ser lo más objetivo posible, sólo le di a conocer lo que podía constatarse, no más.

Una semana después le entregué el escrito que me había pedido, y al día siguiente Montemayor llegó a mi oficina, había leido completo el documento que le di, pero tenía un desacuerdo con mi escrito: “Creo que te excediste con los Juaristi”, me dijo. Se refería a una conclusión a que llegaba con respecto a los propietarios del Zócalo de Piedras Negras, en donde sugería que si deseaba conocer lo que los nigropetenses pensaban de los Juaristi, sólo tendría que juntar la animadversión que le tenían en Saltillo a Armando Castilla Sánchez y a Luis Horacio Salinas Aguilera, y la multiplicara por tres. Eso era lo que los ciudadanos sentían por los Juaristi.

Ante su desacuerdo le respondí: Usted tiene manera de comprobar lo que allí le expongo. Esa es la realidad, no me pida que la matice. Semanas después, el 30 de noviembre, un día antes de su toma de posesión como gobernador, el inefable Claudio Bres Garza que sería el primer director de comunicación social del gobierno montema- yorista, dio conocer -en un hotel de la localidad-los nombres de los funcionarios del gabinete, en donde destacaba como Secretario de Gobierno, Carlos Juaristi Septién y como Secretario de Finanzas Antonio Juan Marcos Issa.

Desde entonces supe cómo sería el gobierno de Montemayor. Los cambios que necesitaba Coahuila con respecto a la honestidad de los funcionarios tendrían que esperar, pues el montemayorismo traía gentes de dudosa reputación al gobieno del estado. Allí acuñé otra de mis frases preferidas: “Los políticos y gobernantes no quieren amigos, quieren complices”.

Por cierto, Claudio Bres Garza había llegado a la Dirección de Comunicación Social, debido a que el monclovense Miguel Ángel García García, quien tenía asegurado ese cargo, cayó de la gracia de la esposa de Montemayor, Lucrecia Solano, a raíz de conocer una grabación de una llamada telefónica de contenido personal e íntimo. Lo cierto es que para esos días el montemayorismo ya había modificado las costumbres del eliseísmo, las mujeres bellas habían conseguido un lugar, haciendo a un lado a los mancebos que tanto prefería Mendoza Berrueto.

Por eso días, Jorge Masso Masso me invitó a comer, fuimos a un restaurante donde Armando Castilla compartía el pan y la sal con un par de sus colaboradores. Me extrañó que Masso no saludara a Armando, creí que no lo había visto. Una vez instalados en una mesa, Castilla fue a saludarnos, pero Masso en lugar de extenderle la mano para corresponder al saludo le dijo de sopetón: “Yo no saludo a cabrones. Mira hijo de tu chingada madre, si en una semana no me pagas los tres millones de dólares que me debes, voy ir hasta tu oficina a meterte un balazo, pinche ladrón”.

Armando Castilla sin perder la compostura, esbozo una sonrisa y le dio una palmada en el hombro a Masso, diciendo: “Ah qué Jorge, luego hablamos”. -Ya te dije cabrón, tienes una semana, fue la sentencia final que Masso le gritó a su más destacado pupilo y socio. Al ver mi cara de sorpresa, Masso insistió en ponerme al tanto, a pesar que yo mostraba renuencia a saber lo que no me importaba. Me habló de un préstamo que le había hecho y que aún no le pagaba. Pero no dijo que siempre financiaba a Castilla, para hacer negocios juntos. Ambos se dedicaban a coyotear terrenos, ha hacer todo tipo de negocios bajo el amparo de Vanguardia, de la misma manera que lo hacen todos los propietarios de medios, pero continuamente tenían desavenencias no sólo por el pago de los empréstitos que Masso constantemente le hacia a Castilla, sino por el reparto de ganancias. Entre Masso y Castilla había una redituable relación sadomasoquista.

Días después de presenciar el exabrupto de Masso, dejaría de escribir para Vanguardia. Un día no publicaron mi comentario periodístico, y para no meterme en la ociosa e inútil dinámica de hablar con Óscar Medrano, me entrevisté con Armando Castilla, quien tratando de justificar que no habían publicado mi artículo, dijo que se había extraviado. Conociendo a Castilla le pregunté: ¿Ya terminó mi ciclo con usted?, dígamelo somos amigos, para qué le damos vueltas al asunto. Armando se sinceró, me confió que Eliseo ya le había pagado lo que le debía, pero que yo podría seguir escribiendo en Vanguardia de otros temas. Le agradecí su ofrecimiento, quedamos como amigos y abandoné las páginas de Vanguardia.

Para ese entonces, mis contactos con Flores Tapia ya no eran diarios, se habían hecho más espaciados desde el “homenaje” que Rosendo Villarreal le había hecho, y de la “asesoría” que OFT le daba al Alcalde panista. Por otro lado, sus antiguos amigos, luego de su reivindicación, habían vuelto para seguirlo adulando y utilizando. También es cierto que doña Isabel Amalia, esposa de Flores Tapia, no veía bien nuestra relación desde un día que platicando en la sobremesa, le pregunté: A usted nunca le ofrecieron matar a Armando Castilla porque lo criticaba.

Con toda franqueza Flores Tapia respondió: “Si, hubo uno que se ofreció, pero yo no tengo sangre en mis manos. Le apodaban ‘El Tigre’, era pariente de mi esposa. En ese momento Doña Isabel nos servía café, por eso le preguntó: ¿Cómo se llamaba tu pariente de Arteaga al que le decían “El Tigre”? Con visible molestia en su rostro, la señora contestó: No recuerdo, déjala así, “El Tigre”. Desde entonces doña Isabel desconfió de lo que pudiera platicar con su marido, pues los mortales no deben conocer los secretos del poder...

(Continuará).
El inicio del sexenio montemayorista...

 
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